Mitos coloniales
Por: Roberto Rexach Benítez
¿Quién le confirió a Don Luis A. Ferré derecho a relatar historias que debilitan la mitología en torno a nuestro desarrollo nacional? Hilvanar leyendas sobre tema tan serio requiere una franquicia que la cofradía intelectual boricua otorga sólo a mitificadores con acento separatista o melonero. Don Luis, como sabemos, no posee esa franquicia y, en consecuencia, no podía decir lo que dijo durante los actos de reinauguración de la Ponce High la semana pasada. Exagerando un poco, o quizás bastante, el Patriarca estadoísta aseguró que “la enseñanza vino a Puerto Rico con la bandera americana”. ¡Oh, boy! ¡Qué ofensa tan severa a la Madre Patria, España!
La aseveración de Don Luis es claramente anti-patriótica. Además, corre a contrapelo de leyendas retocadas con bondo y colorete que han tejido los mito-historiadores de la puertorriqueñidad. De ese tema me ocupé a principios de este año en dos artículos publicados en EL MUNDO al comentar unas temerarias expresiones del doctor Ricardo Alegría en relación con el estado en que se encontraba Puerto Rico al concluir el período español de nuestra triste historia colonial.
Desmintiendo a De Hostos y a Zeno Gandía, por no mencionar a Baldorioty y a Betances, Don Ricardo afirmaba que Puerto Rico era la sede de “una gran civilización” a la fecha de la invasión norteamericana. Aquí había, según la cuenta que sacó, “ciudades, puentes de fabricación francesa, periódicos, acueductos, luz eléctrica y una economía floreciente”. En fin, estábamos “por la libreta”, disfrutando “los tiempos de nuestra vieja felicidad colectiva”, como alegó treinta y seis años después Don Pedro Albizu Campos.
A la mitológica representación de nuestra realidad, el doctor Alegría pudo haberle añadido una que otra nota referida a la educación. En la misma habría expresado, por ejemplo, que además del puente de fabricación francesa, Puerto Rico tenía desde 1865 un sistema de educación pública basado en el principio democrático de la educación universal en el que se formaron hombres de la talla del doctor Barbosa. Y eso es cierto, por supuesto.
La escuela pública se estableció en Puerto Rico 33 años antes del cambio de soberanía. Hasta que el Gobernador Messina emitió un Decreto a ese efecto, la educación se consideraba aquí, lo mismo que en España y el resto de Europa, un privilegio al que la familia podía proveer a través de instituciones religiosas, privadas o por medio de tutores a los que tenían acceso los acomodados que podían sufragar su costo. El Decreto de 1865 reconoció, aunque en forma limitada, que la educación constituye un derecho de los seres humanos que el Gobierno debe proveer a través de escuelas públicas.
A la fecha de la invasión americana en 1898, en la Isla había 512 escuelas públicas. Seis contaban con edificaciones propias y el resto, 506, funcionaba en locales alquilados, frecuentemente la casa del maestro. Allí se reunían alrededor de cincuenta estudiantes del mismo sexo. La pedagogía del sistema consistía en memorizar cartillas mediante la repetición a coro, en sonsonete. Mucho más no podía exigirse de maestros sin preparación, con bajos niveles de escolaridad, entre los que había analfabetos, según consta en documentos de la época.
¿En qué estado se encontraba la educación en Puerto Rico al concluir el capítulo español de nuestra historia colonial? Veamos lo que revelan datos que constan en informes oficiales del Gobierno colonial:
Primero: La tasa de analfabetismo de la Isla era la más alta de todas las Antillas, aunque se había reducido de un 91 por ciento en 1860 a un 83 por ciento en 1899 gracias al establecimiento de escuelas públicas desde 1865.
Segundo: Sólo un ocho por ciento de los niños entre cinco y diecisiete años de edad asistía a la escuela, comparado con el 16 por ciento en Cuba.
Tercero: Los presupuestos para la educación totalizaban unos 330 mil pesos por año, equivalentes a 198 mil dólares. Ese gasto era sufragado por los municipios, a cuyo cargo estaba la función educativa.
Cuarto: En todo Puerto Rico había una sola escuela superior y estaba localizada en San Juan. No había instituciones a nivel universitario.
En efecto, al llegar a término los siglos españoles de nuestra historia colonial, Puerto Rico no contaba con un sistema educativo que validara en su funcionamiento el principio democrático de la educación universal. Ese noble propósito, enunciado en el Decreto de 1865, sucumbió ante la falta de maestros y de instalaciones escolares; ante la realidad de una ruralía dispersa e incomunicada; ante la renuencia a establecer para niñas de adoptar, en la alternativa, el patrón de la escuela co-educacional de matrícula mixta; y ante la debilidad de un Erario colonial con más de la mitad de sus ingresos comprometidos en “gastos de soberanía”. Bajo ese rubro se clasificaban los recursos fiscales que Puerto Rico debía destinar para el pago de las fuerzas armadas y las fortificaciones españolas en la Isla, lo mismo que para cubrir los sueldos de los curas y los demás gastos de la Iglesia.
“La enseñanza vino a Puerto Rico con la bandera americana”, dijo Don Luis en Ponce la semana pasada. “Hold your horses”, Don Luis. ¡No es pa’ tanto! Cuando el “mata indios” de Nelson Miles, ataviado como pavo real, se apeó por Guánica en 1898, los boricuas ya habíamos oído hablar de escuelas públicas y de educación universal. Las conocíamos igual que conocíamos los símbolos de la “gran civilización puertorriqueña” de la que habla Don Ricardo Alegría.
¡Sí, señora! Sabíamos que “los puentes de fabricación francesa, los acueductos y la luz eléctrica” existían. Lo sabíamos por referencia, o sea, de la misma manera que sabíamos de la existencia del hipopótamo, el pingüino, la morsa y el canguro.
En efecto, la luz eléctrica y el agua de acueducto servida en el hogar no eran parte de la vida cotidiana de noventa y cinco de cada cien familias puertorriqueñas. Y lo mismo sucedía con la escuela en el caso de un noventa y dos por ciento de los niños.
¡Sí, señora! En un sentido más real que teórico, Don Luis tiene razón. La educación universal y el edificio escolar llegaron a Puerto Rico con la bandera del invasor americano. Eso no lo podrían negar ni los mito-historiadores de la patria Borincana.
Mitos coloniales (2)
Por: Roberto Rexach Benítez
La semana pasada dije aquí que, en un sentido más real que teórico, “la enseñanza llegó a Puerto Rico con la bandera americana” como afirmó Don Luis A. Ferré durante los actos de reinauguración de la Ponce High hace dos semanas. No significa eso que en la Isla no hubiese noticia del alfabeto y las tablas de multiplicar cuando Nelson Miles desembarcó su ejército en Guánica. Quiere decir otra cosa que debiéramos conocer a fin de separar el hecho histórico del “cuento de camino” en torno a un Puerto Rico que nunca existió. Uno de esos cuentos es el de “la gran civilización” de “los tiempos de nuestra vieja felicidad colectiva”, como llamó Don Pedro Albizu Campos el período español de nuestra larga agonía colonial.
Un análisis somero de nuestro desarrollo educativo a partir de 1865 daría pie para pensar que la educación nos entró por Guánica en 1898. En efecto, el cambio de soberanía sorprendió a Puerto Rico con un 83 por ciento de analfabetos en su población, la proporción más alta en las Antillas; con un 92 por ciento de niños de edad escolar fuera de la escuela; con un magro presupuesto para la educación, que proveía apenas doce pesos españoles por año por estudiante, equivalente a siete dólares americanos; con una sola escuela superior y sin centros universitarios en su territorio.
La estadística de 1898 revela situaciones aún más deprimentes que las señaladas. Los niños de la ruralía, dispersos en 800 barrios, constituían sólo un cuarenta por ciento de la matrícula de escuela pública a pesar de que en los campos vivía un 80 por ciento de nuestra población. Esto quiere decir que sólo tres niños campesinos de cada cien de edad escolar tenía acceso a la enseñanza.
La situación era peor en el caso de las niñas, particularmente las de la zona rural. Las ordenanzas y creencias de la época impedían que los sexos se juntaran en una misma escuela y que las niñas fueran educadas por varones. Esas prohibiciones agravaban la penosa circunstancia de la mujer en una colonia que contaba con sólo 516 maestros pobremente dotados para la docencia. En 1897, apenas dos de cada mil niñas campesinas asistían a clases.
En efecto, los siglos españoles de nuestra historia colonial no promovieron la inteligencia puertorriqueña a través de un sistema educativo vigoroso. Antes de 1865, la educación constituía un privilegio al que tenían acceso familias de la zona urbana que pudieran sobrellevar el costo de una escuela privada o los servicios de un tutor particular para sus hijos. Los niños de familias desacomodadas se educaban si conseguían el amparo de un buen samaritano o si obtenían, como Don José Celso Barbosa, un vale del Alcalde de su pueblo que cubriese el importe de su educación.
Después de 1865, cuando se estableció la escuela pública, la situación mejoró... pero no lo suficiente. Sufragado por los Municipios, el sistema educativo no pudo desarrollarse por la falta de recursos económicos y de maestros adiestrados. Dentro de las normas educativas prevalecientes entonces, laxas y mediocres, por cierto, se habrían necesitado presupuestos anuales de cuatro millones de pesos por lo menos para atender, hasta el nivel del cuarto grado, la totalidad de los niños entre cinco y ocho años, además de 4,500 maestros. Eso era demasiado para un gobierno que contaba tan sólo con un millón seiscientos mil pesos para cubrir las necesidades de la comunidad puertorriqueña.
Por supuesto, los ingresos del Gobierno Colonial sobrepasaban los tres millones de pesos. Sin embargo, casi dos millones no eran nuestros porque se destinaban a cubrir, prioritariamente, el llamado “presupuesto de soberanía” y a pagar el sueldo de los curas y los demás gastos de la Iglesia. Ese presupuesto lo preparaba el Gobierno Español unilateralmente y el Parlamento Insular debía aprobarlo antes de considerar el Presupuesto colonial, como prescribía la Carta Autonómica que España nos concedió en los albores de la Guerra Hispanoamericana.
Gastos obligatorios e inherentes a la soberanía eran, por ejemplo, los relacionados con el sostenimiento del Gobierno de Madrid, para lo que aportábamos 500 mil pesos por año; los del Ejército y la Marina española; y los denominados genéricamente “gastos de guerra”. En efecto, con los municipios viviendo de la mano a la boca, sin poder cuadrar sus cuentas, y con los ingresos del Erario trabados en “presupuestos de soberanía”, poco podía hacer el Gobierno Colonial para adelantar la educación.
Sí. Los puertorriqueños sabíamos en 1898 que el alfabeto y las tablas de multiplicar existían. Lo sabíamos, pero un enorme sector de nuestra población urbana, casi la totalidad de la rural y sobre todo las mujeres no conocían la escuela y estaban marginados de la educación. Si eso era así en “los tiempos de nuestra vieja felicidad colectiva”, ¿cómo podemos explicar entonces lo que vemos hoy? Hoy tenemos 1560 escuelas en edificios propios; 850 mil alumnos cursando desde el kindergarten hasta el duodécimo grado en el sistema de educación pública y en colegios privados; 150 mil estudiantes universitarios en más de treinta centros de estudios superiores; 50 mil maestros con títulos de pedagogos; y planteles escolares a lo largo y lo ancho de nuestra ruralía. ¿Surgió eso de la nada? ¿Creció silvestre como el cohitre y la verdolaga? ¡No, señora!
El sistema educativo puertorriqueño comenzó a formarse de verdad el día que desaparecieron los llamados “presupuestos de soberanía” impuestos por la “Madre Patria” y bendecidos por los autonomistas que supuestamente gestaron la Carta Autonómica de 1897. Su desaparición liberó un sesenta por ciento de los ingresos del Erario Colonial, los hizo nuestros, y se invirtieron, a partir del cambio de soberanía, en lo que más necesitaba Puerto Rico, esto es, en escuelas, en vías de comunicación y en instalaciones sanitarias.
Así es. En un sentido más real que teórico, “la enseñanza llegó a Puerto Rico con la bandera americana”. Llegó a la ruralía, a la mujer y a un noventa y dos por ciento de los niños en la zona urbana. Por supuesto, esa realidad le duele a los mistificadores de la mito-historia de la patria borincana.